Un Joven Prodigio suelto en Valparaíso (1° Parte)
Me gusta Valpo, tanto que me gustaría vivir allí algún día. Y creo que será pronto, espero. El asunto es que había invitado a Camila a Valpo en reiteradas ocasiones durante los últimos meses desde que empezamos a juntarnos. Y la convencí. El mayor inconveniente para ir no era el permiso ni el tiempo, sino el dinero. A Camila no le gusta ser invitada y no tenía dinero como para costear una jornada porteña. Detalles. Cuento corto: fuimos. Y fue genial. Llegamos, caminamos mucho, anduvimos por las calles más feas y más parecidas a Santiago del lugar. Comimos en un Pub-Restorán que yo ya conocía: buena atención, buena comida, buen ambiente (que no cool) y lo más importante, buenísimos precios. (Paso el dato: si quieren comer y berber con buenos precios vayan al Mastodonte ubicado en calle Esmeralda 1139). Miré la carta y pedí un shop de litro, cerveza Barba Roja ($1.350, buen precio, ¿no les parece?). Creí estar en el paraíso al notar que traían mi chelita en un shop de grueso vidrio, no como en Bellavista que te pasan un vaso plástico que se güatea al apretarlo y hacen que los brindis y choques de vasos sean más fome que, justamente, un choque de globos. No, la jarra que tenía frente a mi era, con toda propiedad, algo digno de contener cerveza. Mi emoción aumentó al notar que debía utilizar toda mi fuerza para levantarla con una sola mano para beber. Era un niño con juguete nuevo. Y no sería la única vez en ese día. Y que decir de la cerveza, exquisita, lo mismo que las contundentes pailas marinas que pedimos y no fuimos capaces de terminar. Nos llegó a doler la mandíbula tanto masticar (no es exageración). El único “pero” de la comida fue el pebre, que si bien nos sirvieron doble ración (pan incluido), no era muy bueno: hecho a la rápida, trozos muy gruesos y mal cortados, insípidos ingredientes y porciones mezquinas. Salvo este pequeño detalle (que no menor para mi) todo estaba perfecto.
Luego de la comilona fuimos a escalar los cerros y recorre la ciudad. Aquí quisiera hacer un paréntesis para invitar a todos los santiaguinos a recorrer Valpo al menos una vez al año, es terapéutico y entretenido, además de económico y cercano. En fin, ¡que es linda esa ciudad!. No me canso de andar por entre sus calles escarpadas y casas de colores respirando aire puro. Subir ascensores, pasar por diferentes lugares históricos y de una belleza particular: edificios y callejones que me recuerdan a las novelas de Charles Dickens, casas colorinches y alegres que animan a seguir escalando; si hasta las edificaciones más feas y grises, esas que están apoyadas unas a otras como para no derrumbarse, tienen un encanto único dentro de su pobreza. Y para que mencionar los pubs, cafés y restoranes. Y la playa. Bueno, detengámonos en la playa. Todos saben que en el litoral central nuestras costas distan mucho de ser las playas paradisíacas que salen en catálogos turísticos y películas hollywoodenses. Pero esa tarde estaban preciosas. Tanto así que de haber habido un negrito y un par de tigres y leones, me hubiese sentido como en un catálogo de los Testigos de Jehová. O sea, todo lindo-lindo. Si hasta un lobo marino asomaba su cabeza por aquí y por allá. Y, conforme el sol se ocultaba, el cielo tomaba un color idéntico al de la peli 300. ¿Lindo, no?. Y pude disfrutar de algo que años que añoraba ver: el atardecer de un ocaso crepuscular frente al mar... en vivo y en directo. Nos quedamos acostados en la arena descansando y disfrutando, porque lo que vendría después sería indómito.
Continuará…